13/2/12

Destello afónico

Con aquel catarro le había cambiado la voz, motivo por el cual decidió que podía dedicarse al blues el tiempo que durase su peculiar afonía. Era la ocasión perfecta para transmitir con su ronquera sus penas por el mundo. El tiempo que durase el resfriado, calculaba, sería el suficiente como hacer carrera hasta llegar a ser considerada una joven artista revelación -probablemente la llamarían la nueva Nina Simone-, y en el momento de su recuperación poder cambiar radicalmente de actitud y campo de expresión alegando para justificarse un rapto místico.

Hizo una pequeña maleta que llenó de ropa negra y grandes piezas de bisutería, pañuelos, sombreros y unos largos guantes que combinaría con ánimo de parecer lo mas extravagante posible. Su deseo era aparentar siempre estar a un paso de la locura, en la frontera difusa que separa el excentricismo de la demencia.

Se tiñó de rubia platino y salió a la calle sin abrigo.

Entró en un antro, antes famoso Piano Bar, no demasiado lejano, y puso melodía a su reivindicación de derecho a la pataleta. Cada vez que notaba ganas de toser, fingía emoción, callaba, tragaba saliva, miraba al techo y cerraba los ojos, esperaba a que pasase y seguía. El encanto de todo aquel dolor que la rodeaba no tardó en enamorar a un público en el que esperaba encontrar a cualquiera que la amase lo suficiente como para ser el manager que produjese su disco, le consiguiese drogas y solucionara los problemas en los que pensaba meterse cada noche.

Algunos ratos se preguntaba cuánta era la ausencia de coherencia en su plan y cuanto lo que de posible realidad le quedaba, se contestaba a sí misma que nada de todo aquello importaba. Sobretodo porque su afonía continuaba y se agravaba progresivamente por su decisión de no llevar abrigo y dormir en los portales. Por fin podía emular sin miedo la vida de aquellas personas que siempre la habían fascinado. Dormir de día, vivir de noche, amar cada rato, cada hombre, mujer, nota y melodía como si nunca fuera a existir otra, otro rato, otro hombre, otra mujer, otra nota, otra melodía.

La noche que aquel tipo le preguntó si quería convertirse en estrella, ella fingió acento ruso. Coincidía que aquel día no llevaba más ropa que un largo vestido de lentejuela blanca que una de las parroquianas del local le había regalado la primera vez que la oyó cantar. La ropa, su blanquecina piel y su pelo la convertían en un precioso destello afónico que se contoneaba.

Los días se sucedieron, su único gasto era el decolorante, su única preocupación, que nadie supiera su secreto.

Aquella noche debutaba como artista. Cantó como si le fuese la vida en ello, tanto, que apenas llegó a la segunda estrofa notó la amenaza de un ataque de tos. Quiso usar el truco de siempre, fingió emoción, calló, tragó saliva, miró al techo, cerró los ojos y esperó que pasase. No funcionó. Siguió callada, se tapó con una mano la cara, se encogió. El público aplaudió, en medio del sonido de unas palmas que le recordaron a la lluvia ya no pudo evitar toser. Tosió.

Tosió tanto que se desmayó.


Al día siguiente la prensa cultural anunció la trágica muerte por pena de la nueva Nina Simone.


11/2/12