12/8/08

Ahogada en una lata de berberechos

Y ahora vivía angustiada por la perdida, tumbada en el suelo alimentándose de latas de berberechos y el tabaco de su pipa, y perdiendo la consciencia de cuando en cuando para olvidar. No sabía cómo había llegado allí, sólo que no podía ir muy lejos sin que la angustia se apoderara de su cada vez mas débil cuerpo, de su cada vez mas efímera existencia, Los espejos habían desaparecido y ya no sabía como era su cara, de que color eran sus ojos ni como habría cambiado la forma de sus cejas,. Empezó a recogerse el pelo con lápices de colores por las molestias que este le ocasionaba, sobre todo a la hora de comer, y contempló, con asombrosa impasibilidad, como se demacraba con los días. Perdió la noción de tiempo, “de día” y “de noche” eran expresiones carentes por completo de significado para ella, no volvió a ver el sol, ni la lluvia, ni el cielo. De vez en cuando alguien tocaba al timbre, propaganda, el cartero, gilipollas, nunca contestaba, en realidad nunca estaba, dejó de entrar en algunas de las habitaciones de aquella casa abandonada al abandono, casi como ella, y su vida transcurría de la cocina, al baño y de allí al comedor, con visitas ocasionales a la habitación contigua, pero nunca mas allá del balcón. Imaginaba que la buscaron, era de esperar, familiares y amigos notarían la ausencia aunque ella pensara que sería imperceptible, pero las posibilidades de encontrarla disminuían con el paso de los días, Nadie sabía que dejó su ciudad, Nadie sabía que ocupó otro piso, Nadie sabía que sacó todo su dinero de las tarjetas de crédito para no tener que recurrir nunca mas a un cajero y que pedía que le llevaran la comida a casa siempre con el nombre de una antigua compañera del colegio. Nadie la visitaba de cuando en cuando, le llevaba ropa y algún otro libro que devoraba en las horas muertas, veinticuatro cada día, le hacía compañía un rato cada semana, nunca más de lo necesario, nunca mas que otras veces. Y así transcurrieron sus días carente de número y de nombre, y así pasaron sus horas muertas, veinticuatro cada día, los mismos días cada año excepto el cuarto, cuando el veintinueve de Febrero salía a la calle con sus botas, el abrigo de piel sintética de su abuela, la pipa y un sombrero, de vez en cuando le lanzaba gatos a los transeúntes, pero eso eran las menos veces, le sabía mal por los gatos. Nunca volvió a plantearse nada, nada siquiera que no se planteaba nada, su vida se convirtió en el incesante goteo de los minutos que hicieron un mar de días, que ahogó a una vieja excéntrica en una lata de berberechos.


Fin