Volvió a sus diapositivas, a sus fotos y a su trabajo, procurando no pensar demasiado en lo que tendría que afrontar en apenas unos kilómetros, puso música, sólo para ella, y dejó volar, libre, su imaginación.
Viajó por entre las carpetas que almacenaba en su portátil desde hacía años y se topó, no sabía realmente si de casualidad, con un archivo que estaba donde no tocaba, una foto que hizo cuando aún no sabía que lo que realmente la fascinaba era la posibilidad de capturar un momento, un segundo, en una imagen que, de algún modo, se haría eterna. Y se vio a sí misma en un autorretrato de una Paz completamente diferente a la que viajaba en aquel tren.
Miraba a través de la ventana como el paisaje se paseaba ante sus ojos, inmune a sus sentimientos, completamente ajeno a la tristeza que se apoderaba por momentos de todo su ser. Todo lo que la ataba a aquel lugar comenzaba a transformarse en los pájaros de barro que cantaba Manolo García, pájaros de barro que querían volar, pero Paz no los dejaba, temía poder perder lo único que creía bueno en su vida, sus recuerdos, los maravillosos recuerdos que la acompañaban, sus fantasmas, sus mejores amigos.
Y le pesaban como quien arrastra una pesada roca que alguien encadeno a su tobillo.
Cada día lo añoraba, cada día pensaba en el y sentía el enorme vacío que solo nos dejan las cosas que realmente nos importan. Hacia ya mucho tiempo que se había acostumbrado a vivir así, a arrastrar esa pesada carga que ya había hecho llagas en su piel, a ese viví sin vivir y morir sin poder morir, poco le importaba, poco le quedaba ya por perder, solo el miedo a la soledad que le acompañaría durante el viaje.
De repente y sin avisar llegó a su memoria la noche en que se conocieron.